Hasta el fin del mundo: amor y muerte en Portugal

Jardín de la Quinta de las Lágrimas, Coimbra.

También disponible en El Nacional.

“…en cada linaje
el deterioro ejerce su dominio” – Carlos Germán Belli.

Al final de cada año académico, la ciudad estudiantil de Coimbra, en el centro de Portugal, se llena de estudiantes con capas negras que entonan la canción de Coimbra, una variedad del fado que trata sobre la vida académica y el folclore local. Estas canciones han transmitido durante generaciones la tristeza de la partida al mismo tiempo que celebran la belleza de lo vivido, sirviendo así tanto para el nostálgico que se va (quizás nadie se supone que se quede en Coimbra), como para el novato que llega con la ambición de que la ciudad, si tiene suerte, también le genere esos sentimientos de pérdida algún día.

Irónicamente, la canción más famosa sobre la ciudad, «Coimbra é uma lição de amor«, no pertenece a este género. Pero la temática encaja plenamente: la vida estudiantil, la despedida y la historia de dos amantes: Inês y Pedro, pilares trágicos de la educación histórico-sentimental portuguesa.

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6 lecciones que aprendí de mi corto fallido

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Hace unos años hice un máster de dirección de cine con la idea de mejorar mis habilidades narrativas en lo audiovisual. El proyecto final era un cortometraje que preparabas a lo largo del año. Como condición para usar los equipos de la escuela, cedías varios de tus derechos sobre ese corto, incluyendo la exhibición.

El otro día me llegó un mensaje de un desconocido por Facebook: «Te hablo porque en clase nos pusieron algunos cortometrajes de tu generación. Vimos el tuyo”. Miedo. “Si te soy sincero, le gustó a muy poca gente, casi nadie lo entendió. A mí me encantó, de verdad te lo digo. Entendí perfectamente ese humor que me recuerda a Woody Allen (…) Vi mucho potencial. Pensé que te alegrarías de saberlo y además tengo curiosidad de saber si has seguido rodando o qué has estado haciendo».

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Navegando la tristeza de Portugal

Retrato de Luís Vaz de Camões. – Lima de Freitas (1972).

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«Una lengua es el lugar desde donde se ve el Mundo y en el que se trazan los límites de nuestro pensar y sentir. De mi lengua se ve el mar. De mi lengua se escucha su rumor, como de la de otros se escuchará el del bosque o el silencio del desierto. Por eso la voz del mar fue la voz de nuestra inquietud”. – Vergílio Ferreira.

Dijo Jorge Luis Borges en varias entrevistas que en la literatura portuguesa se sentía el mar, en contraposición a la literatura española, porque los castellanos, decía, eran un pueblo de tierra adentro, una gente de llanura. Uno de los mayores referentes de Borges para hacer esta aseveración tuvo que haber sido, sin duda, Luís Vaz de Camões, a quien le escribió un poema que lleva por título su nombre, donde lo recuerda como el creador de una «Eneida lusitana». En otro, llamado «El mar», hace una referencia más hermética a él: «(…) aquel caballero que escribía / a la vez la epopeya y la elegía / de su patria, en la ciénaga de Goa».

Lo revelador de ese último verso está contenido con gran brevedad en la aparente contradicción entre epopeya y elegía. La primera, caracterizada por la exaltación grandilocuente de las virtudes heroicas del pasado. Y la otra, el lamento de lo perdido. Ese pequeño verso, con todo y su intención irónica, demuestran que no solo Borges comprendió plenamente a Camões, sino que a través de él también llegó a comprender el alma lusitana.

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Adiós a los muertos

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Priam aux pieds d’Achille – Jérôme-Martin Langlois. (1809)

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Sabemos que no somos los únicos animales que sentimos luto por nuestros muertos. Más allá de la consciencia de la muerte, el lamento -expresado en comportamientos inauditos- está registrado en muchas especies. Algunos gorilas cargan durante días los cadáveres de sus hijos, lo mismo se ha visto en delfines y ballenas. Ciertos tipos de pájaros, luego de la muerte de sus parejas, dejan de comer hasta morir. Pero los más intrigantes para mí son los elefantes: reconocen los huesos de otros como ellos y los tocan con sus trompas y patas en silencio, solemnes, e incluso regresan a visitar los lugares donde los encuentran como si fueran cementerios.

Por nuestra parte, hemos desarrollado durante miles de años distintos rituales para facilitar la despedida, incluso cierta evidencia sugiere prácticas funerarias desde antes del homosapiens moderno. A pesar del lugar destacado que ocupan estos rituales en todas las grandes religiones modernas, parece equivocado reducirlos a eso, porque está claro que no es solamente una declaración de principios del muerto, sino que tiene tanto o más que ver con los sobrevivientes.

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Pocaterra, el último relámpago

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José Rafael Pocaterra es un nombre que suena a viejo. Pertenece a una camada venezolana que ya no habla como nosotros, que tiene algo viejo en la voz -aunque sea la voz escrita-, que se le escucha un acento que ya murió. Ese acento, a mí siempre me parece, contiene lo mejor de la venezolanidad. Es un acento austero, algo insular, aislado del mundo, pero sensible y, sobre todo, profundamente digno. Digo acento porque no encuentro mejor término, porque es algo que se transmite con la palabra, en cualquiera de sus formas, y que yo creo que en el fondo puede ser algo cercano al alma humana.

«Nací en Valencia, un 18 de diciembre», dice en una nota autobiográfica. «No he sido niño prodigio, ni bachiller, ni toco ningún instrumento. Estudié solo, sufrí solo, solo luché contra el «trágico cotidiano». A mi madre le debo la vida; a los demás nada. Cuando murió mi padre todavía no terminaba yo de echar los dientes. Después la existencia me enseñó a tener colmillos y garras; más tarde la piedad humana me ha enseñado a sonreír».

La suya es una historia perteneciente a otro tiempo, cuando ser escritor era otra cosa. ¿Consiguió tener una vida digna? Y, a través de su ejemplo, ¿podemos elegir no ser víctimas? Para responder a eso rescataré un poema fascinante sobre la ciudad que compartimos. El poema se llama Valencia, la de Venezuela, aunque otras veces aparece también con nombres como Canto a Valencia, o seguido de este añadido rimbombante: Glorificate la cittá feconda. Lo importante acá es que es un poema largo, ambicioso y rebelde que Pocaterra escribió poco antes de su muerte con motivo del cuatricentenario de la ciudad y que resume toda su historia hasta 1955.

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