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Cuando yo era un niño enfermo muchas cosas caían en el territorio de lo incierto y misterioso. La propia enfermedad surgió de una manera poco clara, la artritis reumatoidea sencillamente da porque su origen es así de incierto. Como se suele decir en varias enfermedades autoinmunes: “la genética carga la pistola, el ambiente jala el gatillo”. Más allá de aproximaciones especulativas a los factores de riesgo, no se puede estar completamente seguro de por qué comenzó ni de por qué lo hizo en ese preciso momento. También, como una maldición que funciona mientras crees en ella, una vez la tienes se autoperpetúa en un laberinto: tu cuerpo de perro mordiéndose la cola.
Muchos doctores parecían estar escépticos ante la realidad de que un niño de siete años también puede ser un paciente reumático de la noche a la mañana. Así que, sin diagnóstico ni tratamiento, hice mi propio peregrinaje por decenas de consultorios. Durante los momentos rudos de la enfermedad mis recuerdos de infancia transcurren en salas de esperas. Doctores, batas, estetoscopios, secretarias, viajes, agujas, exámenes de sangre… Me saqué tanto la sangre durante esos años que tengo un descuento vitalicio en una franquicia de laboratorios.