Coimbra, estamos en paz

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La Universidad de Coimbra es una de las más antiguas del mundo. Su fundación precede al descubrimiento de América, y la propia historia de los navegantes y los descubridores pasa por sus aulas y está almacenada en sus archivos. Naturalmente, esto hace que la lista de alumnos notables sea de lejos la mejor carta de invitación que tiene la universidad. Desde 1290, toda persona importante en el mundo en lengua portuguesa tuvo algún punto de intersección con Coimbra. Un premio Nobel de Medicina, escritores y humanistas a borbotones, guerrilleros comunistas africanos que luego serían presidentes, miembros de la nobleza, diplomáticos, la clase política de todo el lusomundo… Todos, todos, pasaron por la misma pequeñita ciudad de menos de 145.000 habitantes.

Es decir, desde esta ciudad con la misma población que Valera en el estado Trujillo, se escribió -en muchos sentidos- el destino de millones de personas que hablaban portugués a lo largo y ancho del mundo. Desde Macau en China hasta Pacaraima en el norte de Brasil: todas las vidas, sabiéndolo o no, fueron influencias por alumnos de Coimbra.

La Coimbra en la que yo viví no era, ni por asomo, la misma de Eça de Queirós (considerado por algunos como el mejor exponente del realismo en Portugal). Tampoco en la que se dice -sin toda la certeza, sin embargo- que estudió Luís Vaz de Camões (el poeta mayor de la lengua portuguesa). Mucho menos la de Aristides de Sousa Mendes (el “Schindler portugués” que salvó a bastante más personas que aquél durante la II Guerra Mundial, 30.000 almas en huida). No, no era esta ciudad llena de luces e ideas la que yo conocí. Digamos que la Coimbra que a mí me tocó era más dionisíaca que apolínea.

Es mentira decir que en Coimbra la pasé mal y también es mentira decir que la pasé bien. Hice, al menos, un par de sólidas amistades (sólidas como el bronce con el que se hacen las estatuas de los héroes), aprendí a escribir, viví la noche y dormí el día y al revés también. Crecí, no hay duda de ello. Eso es todo lo que en el fondo uno debería esperar de la vida. Así que a juzgar por esos parámetros mi estancia allí fue fértil y productiva.

Que Coimbra tiene mil cosas malas, es verdad. Pero he exagerado tanto eso que llegó el momento de mostrar gratitud y dejar la sufridera. En honor a todos los atardeceres que vi regados por la calçada blanca de la Baixa, llegó el momento de escribirle algo bonito.

Coimbra, sólo ahora entiendo lo que me enseñaste.

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Volví a Coimbra en diciembre, era parte de un viaje nostálgico y curativo que necesitaba hacer. Antes había estado vislumbrando sus calles en momentos de insomnio. Cada vez que cerraba los ojos veía la niebla, la niebla de Coimbra dentro de mi cuarto. Y me venía a la mente un trayecto: salir de la facultad, cruzar el campus por la estatua de Dom Dinis, bajar las Monumentales, caminar junto a la Associação Académica, pasar por la Praça da República, bajar por la Avenida Sá da Bandeira -siempre cruzando la acera al llegar al mercado porque huele a pescado- y finalmente llegar a mi fortaleza de la soledad en la Baixa.

Había pensado no regresar luego de graduarme hasta casarme y hacer sufrir a mi pareja en uno de esos viajes del ego que siempre me imagino, un tourcito basado en mis años portugueses: este fue el primer cuchitril, este fue mi segundo apartamento, aquí vi la neblina de aquel cuento, por aquí me pasó un carro sobre el pie… Pero tuve que volver porque había algo que me llamaba y no venía de afuera. Admito también que parte de lo que me llevó a volver en navidad a Portugal fue que los rigores del hambre hacían que soñara con las papas fritas de mi tía. Pero mantengamos una mentira en nombre de la poesía: volví para hacer las paces con Coimbra.

Coimbra, no eras la estupidez humana, la praxe y los borrachos. Eras la oportunidad de sentarse a mirar todas las vidas, cada una intentando alcanzar con mayor o menor atino la significancia. Casi siempre sin ninguna puntería, eso es verdad, ¿pero acaso la gente no es así dondequiera que se vaya?

Tus calles de aristocracia venida a menos, tus doctores analfabetas, tus teólogos de A Bola, tus mediocres y sus simposios y coloquios, tus comunistas malbañados, tus viejos fascistoides exhaltando a Salazar (otro antiguo alumno), tus punketos racistas que le dijeron sudaca a mi mamá, tus simpáticos indigentes muy colaborativos para el periodismo…. Eras una burbuja rara y todos lo sabíamos. Vivir ahí era un tiempo muerto, una pausa, y no se aplicaban las reglas del mundo exterior. Como si fueras una isla y el Mondego tu mar. Ahora entiendo que eras una tarima y me ofreciste una butaca para sentarme a mirar esta cosa entretenida, rara y contradictoria que es la vida humana.

Creo que ya te entendí: eres una ciudad-laboratorio de la creatividad. Sólo encerrado puede un hombre inventarse el mundo. Eras una prueba de contemplación y paciencia, y si sabía encontrar grandeza desde esa ciudad pequeña entendería que todo es, en esencia, una ciudad pequeña. Todo rincón es igual, todo cantico (en portuñol) es el mundo. Para bien y para mal, todas las glorias y todas las tragedias se extienden sólo hasta donde ven los ojos, y el horizonte siempre está -máximo- a 5 km.

Mirar tanta cosa lo pone a uno a mirar hacia adentro. Se aprende a estar bien estando solo, se define uno mismo por descarte: soy lo que soy porque no soy eso. No puedo renegar de ti, todo lo que he hecho desde entonces y que me gusta no pasa de ser exactamente eso: un ejercicio de contemplación. Negarte sería como renegar de toda mi vida desde que llegué a tu estación con 17 años. Mírame, no hay año en el que no escriba tu nombre. No paso más de tres artículos sin escribir alguna referencia en portugués que, por supuesto, aprendí de ti. Mi identidad está moldeada en relación a ti, a esos tres años, a ese puente entre continentes y vidas que fuiste. Soy lo que sea que hiciste conmigo, y eso todo el mundo lo puede ver.

Pocas veces estuviste tan bonita como cuando te vi por primera vez. Había salido en el primer tren de la mañana desde Aveiro, era la primera vez que me montaba en uno y cuando bajé quedé deslumbrado. A la Baixa le pegaba la luz de forma hermosa. Había tanta gente (me parecía), tantos viejos sentados tomando café y discutiendo, tantas callecitas entrecruzadas llenas de vendedores. Me dio esa misma sensación de llegar a una fiesta cuando ya todos están borrachos, pero para bien. Sentí vida, sentí mucha vida. Recuerdo preguntar como un tonto “¿dónde está la universidad?” y que todos señalaran hacia arriba, hacia la Alta, el tope de la colina que es en sí misma Coimbra. “Usted suba, suba por la Quebra Costas”. Qué bonita una ciudad tan consciente de sus fallas que tiene toda una calle-escalera llamada “Quiebra espaldas”.

Al regresar, sin casa ahí, sin ningún vínculo que mantener, sin ningún compromiso que tratar en esa ciudad, se seguía sintiendo familiar. La ausencia absoluta de extrañeza. Y no sé por qué me estoy resistiendo usar esta palabra si así lo sentí: hogar. En todos las calles de Coimbra me sentí en mi hogar. Quizá tiene que ver con aquello que dicen los místicos sobre la permanencia de la energía y las vibraciones, como si mi fantasma hubiera dejado su ectoplasma en una silla del Café Santa Cruz. No importa que durante tres años haya estado quejándome y dando los primeros pasos hacia convertirme en un profesional del sufrimiento, la verdad es que sé, siento, que esa es mi ciudad madre. No por nada me bautizó un borracho metalero como “hijo de Coimbra” en las aguas del Mondego.

Caminé por todas las calles que me gustaban, visité el Jardim Botânico, mi facultad, otro edifício donde veía clases y tiene gente enterrada en el suelo, hablé con uno de mis profesores favoritos, comí en una cantina universitaria (ridículamente porque siempre evité hacerlo cuando vivía allí), y finalmente me senté en la terraza flotante a orillas del Mondego a tomar un café y me perdí mirando la corriente, como siempre hacía. Ese es mi punto favorito de Coimbra. Se me congelaba la cara, los dedos, garabateaba cosas que seguramente no leería en mi libreta, tomaba un sorbo cada tanto… Me perdí en la corriente de lo etéreo sin ninguna intención de anclar. Preferí seguir naufragando en el Mondego y su niebla todo el tiempo que pudiera. Pensando una y otra vez la misma palabra:

Gracias”.

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